Al entrar en el ascensor, con entusiasmo, con voz firme y enérgica, lanzo un buenos días como Dios manda, dos hombres que ahí están, me miran y no dicen está boca es mía. Así que mis buenos días van irremediablemente a estrellarse en contra del suelo, donde transitan las pisadas de la incomunicación y la falta de empatía. Pensarán estas cristianas criaturas que nunca van a necesitar la asistencia del prójimo y es por ello que prefieren la relación con el distante, con el "amigo" que conocieron a través de esta o aquella red social, con el que se comunican mediante frívolos mensajes en diferido y del que apenas conocen nada. Pensarán que sí ahora mismo se vieran en apuros ese amigo ideal, abstracto, va a venir desde allá donde se encuentre, desde el fin del mundo, a prestarles auxilio. Pues que sigan esperando. Luego se quejan de la soledad que padecen, como si no fueran ellos mismos los que incesantemente, día tras día, fabrican su amarga y oscura soledad.
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