sábado, 27 de mayo de 2023

Pasión y muerte

 

En la calle llueve,
las palomas huyen
y hacen lo que nunca:
entran todas en tromba
en la Catedral, no a rezar.
El Espíritu Santo
está que se muere, el miedo,
hasta su última gota,
se ha derramado
en su materia sin materia;
el Espíritu bien conoce
la verdad de su esencia:
una imaginación humana,
una paloma de fantasía.
Y antes de que la palomas,
de las de verdad,
se acerquen y descubran
su ser de bisutería,
brinca como puede y escapa,
volando sin saber volar,
como alma que lleva el diablo.
En la calle, un rayo
con un puñal de fuego
le atraviesa su corazón sagrado,
se desatan las llamas
y cobra vida su muerte.
Ni dios ni el Hijo
pudieron hacer nada
para salvarle, porque
no estaba escrito
que alguna vez,
en algún lugar del Universo
el Espíritu Santo tuviera
que entregar su vida
y, ni mucho menos,
que resucitara al tercer día.



marzo 1992




jueves, 25 de mayo de 2023

Mujer antigua

   


  No llevaba moño, ni peineta, pero casi. No llevaba luto, pero le faltaba poco. Sus canas escasas, estaban a la luz, y rasgaban dulcemente el color intensamente negro de su pelo. El maquillaje estaba la mayoría de las veces ausente, aunque a veces, venía y se daba una tenue vuelta por sus labios. Nada quería saber de lo que fuera emplear tiempo alguno en retocarse. Su imagen era igual a todas horas, así se ahorraba el disgusto de llevarse sorpresas negativas frente al espejo.
   Tenía el pensamiento salpicado de ideas antiguas, algunas casi desaparecidas de tan antiguas, impropias de una mujer tan joven. Su vocación era ser madre, ni siquiera esposa, tan solo ser madre, y lo era intensamente. Sus hijas se pegaban continuamente a ellas, como si formaran parte de su sobria vestimenta. “¡Doce hijos me hubiera gustado tener!”, decía siempre, con gran convencimiento. A estas alturas de siglo, que casi está ya por terminarse, es muy raro encontrar una mujer joven con esos gustos; pero bueno, lo raro tiene derecho también a su existencia. Tenía tres hijas, pero tal número le parecía escaso. Por sus actos —que, de cara a la verdad, son siempre los que tienen la última palabra—, parecía importarle mucho más ser madre que ser mujer, porque en ella se desprendía la sensación de que ambos aspectos no fueran del todo compatibles.
   Un día, un día cualquiera de un año cualquiera, me asomé a sus ojos, en silencio y a escondidas, con el único propósito de descubrirla en su interior mundo. Su alma era clara y luminosa, de caminos sencillos y sin equívocos, que llevaban siempre a alguna parte, a lugares repletos de espirituales tesoros y de belleza clandestina, belleza y tesoros que son imposible descubrir a simple vista. Encontré a una mujer antigua por voluntad propia, una mujer sinceramente antigua, que es la manera más sincera de ser una mujer moderna.
   Ser como quieren los demás que uno sea es muy fácil, no se requiere para ello trabajo alguno, ni valor alguno, ni hay que luchar internamente con la cobardía, que nos empuja constantemente a seguir la senda del rebaño. Obrar como uno piensa y siente, ser persona de firme criterio propio, vivir independientemente de modas y de épocas, ser uno y el mismo en todos los lugares y momentos, aunque uno esté completamente equivocado, exige una personalidad de carácter fuerte y firme, una personalidad  capaz de luchar hasta el cansancio para no salirse de la senda de la vida que se tiene por concepto. Es ésta una modernidad que está al alcance de muy pocos, y que aún está por llegar con plenitud a este nuestro mundo.
   Y es que las personas, como las cosas, tienen un por dentro y un por fuera, pero es nuestra costumbre, nuestra mala y maldita costumbre, de quedarnos únicamente con lo que las personas son por fuera, y es por ello que erramos una y otra vez en nuestros juicios.
   Así que el mundo, nosotros somos el mundo, es mucho más antiguo de lo que aparenta. Tanto maquillaje y perfume caro, tanto deslumbrante escaparate —somos más escaparate que otra cosa— , son una perniciosa muralla que no nos permite ver, ni oler, la cruda esencia de este nuestro mundo.



                10.05.1992

miércoles, 24 de mayo de 2023

Bisutería

 


En la fama tienen la esperanza
puesta los mediocres. Mediocres
son los hombres que están,
que están pero no son,
que vienen pero no llegan
y que, si llegan, no alcanzan.
De etiqueta, cumplidores diarios,
se empapan de mercromina
los domingos, se hacen los muertos
y disculpan la misa.
Desde mí y contra ellos,
infinitos puntos subversivos.
Definitivamente,
cuando suben a la fama
los mediocres se transforman
en poemas sin versos,
en multitudes sin nadie.


Abril 1984


sábado, 20 de mayo de 2023

Historia del hombre del tiempo muerto


 

Pensó que no era óptimo
el trozo de historia
que le había tocado. Hizo cálculos
y optó por suspenderse. Buscando,
encontró un punto en el espacio
donde el tiempo yacía muerto.
Allí, suspendido, observaba
las vueltas infinitas de la Tierra.
Y cuando el luminoso futuro
se acercó a sus ojos,
se apeó veloz del tiempo muerto,
para alcanzar la era
más brillante de la Historia.
Pero, nada más moverse, se rompió.

Junio 1985

viernes, 19 de mayo de 2023

Tragedia

 

Por una calle
de un planeta
de un sistema planetario
que no existe
transita un hombre manco
con las manos en los bolsillos.
Descalzo, con sus zapatos
puestos al revés, pisa
la cáscara invisible
de un agujero negro.
Resbala y se estrella
contra una farola sin materia.
En un instante sin tamaño,
la muerte. La muerte
de alguien que no existe,
la muerte sin lágrimas
y sin esquela.



Enero 1990




lunes, 15 de mayo de 2023

La muerte como remedio

 


 Desnudo de arriba  abajo, tal cual Dios lo trajo al mundo, Gerardo Romero, se metió en aquellas atlánticas aguas, con las bajas temperaturas propias del mes de febrero, en aquella playa, casi siempre solitaria, a la que llamaban La Laja, de arena negra y callaos; playa traicionera, que pasaba de la calma al feroz oleaje en lo que el diablo se estriega un ojo. No sabía nadar, su propósito era quitarse la vida, que el poderoso Atlántico le arrancara de cuajo la vida. Una aguda depresión causada por un mal de amores, una traición, alta traición, a su entregado y noble corazón. En repetidas ocasiones hizo fracasados intentos de hundirse, no conocía el modo de navegar hacia el fondo; a lo más tragaba un poco de agua salada, después, tos de zafarse de la asfixia y vuelta a empezar, pero no sabía nadar, no podía alcanzar un lugar en el mar con mayor profundidad. La marea, mientras este hombre estaba en los repetidos intentos de suicidio, fue cambiando de temperamento, las olas comenzaron a amontonarse; una de esas olas le metió al desesperado Gerardo un tremendo revolcón, que lo dejó sin aire  y lo condujo a un incontrolable ataque de pánico; pánico que le hizo abandonar la playa a toda carrera, dejando atrás todas sus pertenencias. Estuvo corriendo durante kilómetros hasta llegar a su barrio y siguió corriendo ladera arriba. Los vecinos que le conocían no podían salir de su asombro: ver a Don Gerardo, el ilustre Señor Profesor Don Gerardo, completamente desnudo, desencajado, con la mirada ida, andando como muñeco autómata, perdido, sin rumbo, estaba fuera del peor de los pronósticos. Los vecinos no se atrevían a ir más allá de la contemplación y del asombro, del disgusto, de la pena de ver a ese hombre tan ejemplar, tan sin pecado, tan guapo, tan buen mozo, a pesar de andar cerca de los cincuenta años, como si no fuera él, como si fuera una deplorable copia suya. Pero alguien tuvo la valentía de ir más allá de la inesperada y negativa sorpresa y dio un paso al frente, Santiago el loco, al que también llamaban el tirilla, por lo extremadamente flaco que era.
“¿Qué te ocurre Gerardo? ¿No me reconoces? Soy yo, el tirilla, el que te cuida la casa cuando te vas a pasar los días a tu casita del campo. La gente está asustada, Gerardo, si lo que tu estás haciendo lo hiciera yo, nadie se llevaría las manos a la cabeza, peores locuras he hecho,  pero tú, el hombre de ciencia, culto, ejemplar, galán a los ojos de todas las mujeres, jóvenes y maduras, que aspiran a ser enamoradas tuyas, a las que tú poco caso pones, siempre enfrascado en tu soledad, que por lo que se ve no te sienta mal; tú no puedes cometer locura tan grande, no se entiende. Mira a esas mujeres que te han visto crecer aquí desde que eras niño, como están llorando; por mí nadie llora, donde más lejos llegan es a decir: ahí está el tirilla con una locura nueva, vestido va con sotana diciendo que ahora él es el nuevo párroco. Vamos para mi casa, te prepararé alguna bebida caliente y pan calentito con mantequilla, pronto llegará la noche, y por lo que se ve creo que es necesario que duermas, que después de un reparador sueño el mundo cambia; seguro que ese sufrimiento que tanto te aflige aparecerá menos intenso cuando haga presencia la mañana”.
Durmió Gerardo Romero de un tirón, lo que nunca, y cuando despertó se encontró a Santiago el loco haciendo guardia, apenas despierto le volvió la pena, el dolor que atraviesa el alma pero que no puede ser localizado en parte alguna del cuerpo, dolor que te raciona el aire, como se racionan los alimentos en época de guerra,  dolor que te empuja al incontenible llanto.
“No quiero seguir viviendo, Santiago, mi niño. Tú dirás que me he vuelto loco, pero yo envidio ahora tu locura, tu sana locura, envidio tu vida despreocupada y materialmente sencilla, envidio esta modesta casa tuya, envidio el que te dé lo mismo lo que los demás piensen de ti. Fíjate tú, cómo andaré yo de hundido, yo profesor de literatura, actor y director de una Escuela de Teatro, que ahora mismo, con los ojos cerrados, me cambiaría por ti; es grande el sufrimiento que me encarcela en la desesperación y en los callejones de la vida sin salida.  Ayer intenté acabar con mi vida, entregándome al gran océano que baña a nuestras islas, en la playa La Laja, la playa de cuando éramos niños, la playa en la que estuve a punto de ahogarme pocos meses después de haber hecho la Primera Comunión. Nunca entendimos qué cosa era esa de la Primera Comunión, pero la hicimos; yo iba vestido de marinero raso y tú de militar de alta graduación, un mes estuvo tu madre repartiendo estampitas por las casas, en algunas hasta repitió, algún dinerillo consiguió, perras, pesetas, duros y medios duros, para seguir siendo pobre igual. Por culpa de no saber nadar no pude ir lejos, Santiago, mi niño, donde la profundidad y el abatimiento no me dejaran escapar, donde el mar bravo o en calma me echara manos al cuello y me librara de este sufrimiento que me llega a los huesos. Deberíamos tener un grande y caudaloso río, y un alto puente desde donde uno tirarse, ahí si que no hay escapatoria, no hay tiempo de amedrentarse, la muerte inmediata, antes de que a uno lo atrape el pánico; pero la realidad es que no sé nadar y que no tenemos río, ni grande ni chico, solo algún barranco cuando llueve mucho. Ahora vengo yo a entender a aquellos que acabaron con su vida, para luego ser juzgados injustamente por los demás, por aquellos que desconocen los dolores del alma, dolores para los cuales no hay calmante alguno”.
“Mira Gerardo, mi locura, mi comportamiento nervioso y desbocado que me caracteriza desde niño, tú bien sabes que no tiene tratamiento alguno, así soy y así moriré. Tengo esta humilde casa, más no necesito, ni más quiero, con la pequeña paga que me da el gobierno y con la comida que mi hermana me trae todos los días bien me las apaño. Pero lo tuyo es diferente, tú necesitas un psiquiatra, o un psicólogo, no sé, yo no entiendo mucho de esas cosas, pero por lo que oigo y por lo que veo en la tele, tú necesitas algún entendido en problemas de la mente, que aunque vengan del corazón siempre terminan yendo a parar a la mente.”
Gerardo Romero, siguió el consejo de su amigo de la infancia, que, como Don Quijote, era capaz de, entre locura y locura, lanzar los pensamientos más atinados. Unos meses de tratamiento y de estancia sana en su casita del campo le devolvieron las ganas de vivir y su semblante de galán de siempre; regresó al barrio, se incorporó a su trabajo como docente y a la actividad teatral, devolviendo la alegría a sus vecinos, y volviendo a ser el ilustre Señor Profesor Don Gerardo Romero, hijo de la difunta Mercedes Milán  la costurera y del difunto Marcelo Romero el comerciante.



viernes, 12 de mayo de 2023

La transparente nave

  


No se sabe cómo, ni ser sabe por qué, se vio el hombre, nuestro hombre, navegando en el cielo, por encima de las aglomeradas y blancas nubes, sintiéndose personaje de algún cuento de Las mil y una noches, o personaje de alguna novela de ciencia ficción. No iba sentado en alfombra alguna, iba dentro de una rara cápsula con forma oval, totalmente transparente; todos los elementos contenidos en tal futurista nave eran virtuales, suficientes como para proporcionar un autónomo y placentero viaje. Sabía él que estaba soñando, contento estaba de su ensoñación; más porque harto estaba de tantas  angustiosas pesadillas, sobre todo, de una que le perseguía sin clemencia en incontables noches, pesadilla ésta que, a pesar de en esencia ser siempre la misma, le hacía dudar de si lo acontecido en el sueño era producto de la realidad o producto de la imaginación involuntaria; imaginación que como todo el mundo sabe carece de límites y que anda fuera de las imposiciones de las pétreas leyes que rigen en el mundo real. En las ensoñaciones, la mayor parte de las veces, las leyes de la física, las conocidas y las desconocidas, se derriten incesantemente.
Dice el refrán: “No hay mal que cien años dure”, al que se le añade: “Ni cuerpo que lo resista”. También está este otro refrán: “Después de la tempestad viene la calma”. Pero también sucede el refrán negativo y no creado todavía: “Después de la calma, a visitarnos viene la tempestad”.     —Aquí estoy yo ahora, siguiendo la senda de  Sancho Panza, ensartando refranes; suerte la mía que no está aquí el valiente y sin par Caballero de la Triste Figura para enmendarme la plana—. Finalmente el inédito refrán encontró su realización, llegó la tempestad, el placentero sueño dio paso a la pesadilla. Empezó a sentir mareos, dolor de cabeza, a asfixiarse. La inédita nave  estaba siendo sacudida por intensas vibraciones, y comenzó a agrietarse, las grietas tomaron tal dimensión que la hipoxia, la falta de oxígeno, y la hipotermia se abalanzaron sobre él, y lo atrapó la succión, por la pérdida de presión, en el lado de la nave donde una grieta se había ensanchado tremendamente. Antes de que la nave terminara por desintegrarse, Mansur, ese era el nombre de nuestro hombre, alcanzó la muerte, después de compulsivos movimientos propios de la persona que intenta en vano hacer llegar oxígeno a sus pulmones. Entonces, comenzó a dudar: nunca, por muy trágica que fuera la pesadilla que estuviera padeciendo, se había llegado al extremo de perder la vida, ¿estaría muerto de verdad?No llegaba respuesta.
Empapado en sudor, lleno de temblores, ahogado en pánico despertó. Andaba todavía en el tránsito de la pesadilla a la realidad, con la huella de pánico fresca en su psique, cuando comenzó a escuchar un furioso ruido, parecido a un trotar, no de caballo; y, sin tiempo para descifrar el origen del enigmático ruido, se produjo un aterrador estruendo, la bella puerta de madera de su amplio dormitorio —cien metros cuadrados, más o menos—, que él siempre mantenía cerrada mientras dormía, se vino abajo, dando paso a un enorme rinoceronte, que lanzaba amenazadores mugidos y que estaba a punto de entrar a matar.  Y entró a matar, embistió en contra del joven Mansur partiéndolo en dos; después de la muerte, el silencio denso y aplastante, después de la muerte, la oscuridad sin mancha de luz alguna. Muerto estaba y seguía pensando, muerto y continuaba haciéndose preguntas, recibiendo como respuestas más oscuridad y más silencio.
Sonó el despertador, un reloj muy antiguo, regalo de su abuela, que procedía de la madre de su tatarabuela, una reliquia de museo. Con temblor de piernas abandonó la cama, que casi llenaba todo el espacio de su humilde dormitorio —la puerta rota, rota llevaba desde hacía meses—, y se dirigió a darse una ducha, ansiando despertarse del todo, para liberarse del todo de la angustia y del miedo. Una vez cumplido el ritual mañanero de siempre, incluido un frugal desayuno, dejando su estancia en inmaculado orden, José Ricardo abandonó su casa rumbo al trabajo. José Ricardo era, y es, el nombre del que vive en vivienda humilde y tiene que trabajar para comer, el hombre del ensueño, Mansur, el hombre rico, ya lo había venido a visitar, haciéndose pasar por él, en repetidas ocasiones, en el transcurso de ensueños a los que llamamos pesadillas.


martes, 9 de mayo de 2023

Tejiendo nubes y espacios

 

Por Vanessa Cabrera Medina

Tejiendo nubes y espacios
de rutas incansables hasta tus besos…
Sonidos sutiles que impregnan
de magia tu presencia
con caricias de miel…

Caminos abruptos de costumbres pasadas,
que tras noches de vigilia resuenan
en el alma los tambores que marcan
el pulso de tu llegada, más cuando
mi sed se crepita hasta tus aguas, estalla
el deseo incalculable de tenerte,
de mezclarme en tu piel
cual fuego ardiente, una y otra vez.

Más no llega el invierno
que abrace tu espalda,
que gota a gota resbala,
que eriza mi pelo y enmudece la piel.

Ese invierno azul que tanto pienso
en mis sueños y que tiñen
mi alma de serena luz, de timidez.

 

Vanessa Cabrera Medina forma parte del grupo de estudio EL SABER DE LA FILOSOFÍA

lunes, 8 de mayo de 2023

Piel y Alma

 

Por Patricia Suárez

 En el frenesí de una mañana cualquiera, sin buscarse, se encontraron dos cuerpos. Pretendiendo negar al sabio que habló de la necesidad del tiempo en el brotar del cariño entre dos personas, nació del roce entre ambos una veloz y cálida chispa. Tanto es así que resolvieron detener el día.
 Animosamente comenzaron a fluir las primeras palabras. Palabras que conducían a conocer la piel del otro, lo anecdótico de sus vidas. La chispa brillaba intermitentemente. Obstinada a no desaparecer, decidida a no dar por finalizada su corta existencia, luchaba por mantenerse despierta. El deseo recién instaurado entre los dos cuerpos era el alimento que le permitía continuar con vida, soñaba con ser fuego algún día.
 Asomó de pronto en el pensar confuso de uno de los cuerpos una duda. La duda de si el todo de un cuerpo es la piel o la piel es una parte de él. Divisó el sabio la ocasión perfecta para resolver tal contradicción y habló. ‘Pudiera parecer que un cuerpo es solo piel. Del mismo modo que para el que está en la Tierra parece que el Sol al son de ella baila. Pero al igual que estudiosos de la física nos han mostrado como la Tierra es una aspirante más, que incansablemente coquetea danzando alrededor de su Rey Sol con la pretensión de ser algún día su elegida, estudiosos de la filosofía han revelado que bajo la piel de un cuerpo habita un alma. Un alma que da cobijo a las bondades y los demonios propios del ser que ocupa’.
 Disipada la duda sucedió que este mismo cuerpo sintió sed del otro, de contemplar su alma, de adentrarse en las profundidades de su ser. Y alejándose de la senda que transita el ser que en el aquí y en el ahora todo lo exige sin él de sí mismo nada antes entregar, decidió desnudar su alma. Tímidamente entonó el alma de este sediento cuerpo su primera melodía. Melodía que dejaba al descubierto sus sombras, sus pasiones más bajas. Tanto de sí reveló en su canto, que no quedó rincón oculto en él; ya no quedaban muros por derribar para acceder a su verdad.

Entretanto el deseo poco afín a las leyes de la lógica y la razón procuraba hacerse un hueco en el otro cuerpo. Y este mismo cuerpo y consigo su alma se dejaron inundar apaciblemente por él. Turbó el deseo su mirada hasta quedar ciegos sus ojos. Ciegos por querer alcanzar el objeto deseado, por cautivar al ser que enfrente de él se encontraba. Con tal fin no escatimó en halagos, ni dudó en realizar promesas. Todo lo que de él mostraba eran virtudes y buenos comportamientos. No había lugar para sus sombras, estas de momento no habían sido invitadas.
 Mas a pesar de todo la chispa no lograba ser fuego; ninguno de los dos cuerpos encontraba en el otro la respuesta esperada. El uno rebosante de deseo no lograba deleitar al otro a pesar de las buenas palabras que le dedicaba, y el otro con el alma al desnudo no daba con la manera de acceder a la verdad de aquel que le deseaba.
 Y así la chispa llegó a su fin. No hizo falta llamar ni tan siquiera a la lluvia para apagarla. Fue el tiempo el que le ganó la batalla.
 El sabio se regodeó en su sillón. Ya lo había dicho en alguna ocasión: el tiempo pone todo en su sitio.

 

Patricia Suárez forma parte del grupo de estudio El Saber de la Filosofía