No se sabe cómo, ni ser sabe por qué, se vio el hombre, nuestro hombre, navegando en el cielo, por encima de las aglomeradas y blancas nubes, sintiéndose personaje de algún cuento de Las mil y una noches, o personaje de alguna novela de ciencia ficción. No iba sentado en alfombra alguna, iba dentro de una rara cápsula con forma oval, totalmente transparente; todos los elementos contenidos en tal futurista nave eran virtuales, suficientes como para proporcionar un autónomo y placentero viaje. Sabía él que estaba soñando, contento estaba de su ensoñación; más porque harto estaba de tantas angustiosas pesadillas, sobre todo, de una que le perseguía sin clemencia en incontables noches, pesadilla ésta que, a pesar de en esencia ser siempre la misma, le hacía dudar de si lo acontecido en el sueño era producto de la realidad o producto de la imaginación involuntaria; imaginación que como todo el mundo sabe carece de límites y que anda fuera de las imposiciones de las pétreas leyes que rigen en el mundo real. En las ensoñaciones, la mayor parte de las veces, las leyes de la física, las conocidas y las desconocidas, se derriten incesantemente.
Dice el refrán: “No hay mal que cien años dure”, al que se le añade: “Ni cuerpo que lo resista”. También está este otro refrán: “Después de la tempestad viene la calma”. Pero también sucede el refrán negativo y no creado todavía: “Después de la calma, a visitarnos viene la tempestad”. —Aquí estoy yo ahora, siguiendo la senda de Sancho Panza, ensartando refranes; suerte la mía que no está aquí el valiente y sin par Caballero de la Triste Figura para enmendarme la plana—. Finalmente el inédito refrán encontró su realización, llegó la tempestad, el placentero sueño dio paso a la pesadilla. Empezó a sentir mareos, dolor de cabeza, a asfixiarse. La inédita nave estaba siendo sacudida por intensas vibraciones, y comenzó a agrietarse, las grietas tomaron tal dimensión que la hipoxia, la falta de oxígeno, y la hipotermia se abalanzaron sobre él, y lo atrapó la succión, por la pérdida de presión, en el lado de la nave donde una grieta se había ensanchado tremendamente. Antes de que la nave terminara por desintegrarse, Mansur, ese era el nombre de nuestro hombre, alcanzó la muerte, después de compulsivos movimientos propios de la persona que intenta en vano hacer llegar oxígeno a sus pulmones. Entonces, comenzó a dudar: nunca, por muy trágica que fuera la pesadilla que estuviera padeciendo, se había llegado al extremo de perder la vida, ¿estaría muerto de verdad?No llegaba respuesta.
Empapado en sudor, lleno de temblores, ahogado en pánico despertó. Andaba todavía en el tránsito de la pesadilla a la realidad, con la huella de pánico fresca en su psique, cuando comenzó a escuchar un furioso ruido, parecido a un trotar, no de caballo; y, sin tiempo para descifrar el origen del enigmático ruido, se produjo un aterrador estruendo, la bella puerta de madera de su amplio dormitorio —cien metros cuadrados, más o menos—, que él siempre mantenía cerrada mientras dormía, se vino abajo, dando paso a un enorme rinoceronte, que lanzaba amenazadores mugidos y que estaba a punto de entrar a matar. Y entró a matar, embistió en contra del joven Mansur partiéndolo en dos; después de la muerte, el silencio denso y aplastante, después de la muerte, la oscuridad sin mancha de luz alguna. Muerto estaba y seguía pensando, muerto y continuaba haciéndose preguntas, recibiendo como respuestas más oscuridad y más silencio.
Sonó el despertador, un reloj muy antiguo, regalo de su abuela, que procedía de la madre de su tatarabuela, una reliquia de museo. Con temblor de piernas abandonó la cama, que casi llenaba todo el espacio de su humilde dormitorio —la puerta rota, rota llevaba desde hacía meses—, y se dirigió a darse una ducha, ansiando despertarse del todo, para liberarse del todo de la angustia y del miedo. Una vez cumplido el ritual mañanero de siempre, incluido un frugal desayuno, dejando su estancia en inmaculado orden, José Ricardo abandonó su casa rumbo al trabajo. José Ricardo era, y es, el nombre del que vive en vivienda humilde y tiene que trabajar para comer, el hombre del ensueño, Mansur, el hombre rico, ya lo había venido a visitar, haciéndose pasar por él, en repetidas ocasiones, en el transcurso de ensueños a los que llamamos pesadillas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario