lunes, 15 de mayo de 2023

La muerte como remedio

 


 Desnudo de arriba  abajo, tal cual Dios lo trajo al mundo, Gerardo Romero, se metió en aquellas atlánticas aguas, con las bajas temperaturas propias del mes de febrero, en aquella playa, casi siempre solitaria, a la que llamaban La Laja, de arena negra y callaos; playa traicionera, que pasaba de la calma al feroz oleaje en lo que el diablo se estriega un ojo. No sabía nadar, su propósito era quitarse la vida, que el poderoso Atlántico le arrancara de cuajo la vida. Una aguda depresión causada por un mal de amores, una traición, alta traición, a su entregado y noble corazón. En repetidas ocasiones hizo fracasados intentos de hundirse, no conocía el modo de navegar hacia el fondo; a lo más tragaba un poco de agua salada, después, tos de zafarse de la asfixia y vuelta a empezar, pero no sabía nadar, no podía alcanzar un lugar en el mar con mayor profundidad. La marea, mientras este hombre estaba en los repetidos intentos de suicidio, fue cambiando de temperamento, las olas comenzaron a amontonarse; una de esas olas le metió al desesperado Gerardo un tremendo revolcón, que lo dejó sin aire  y lo condujo a un incontrolable ataque de pánico; pánico que le hizo abandonar la playa a toda carrera, dejando atrás todas sus pertenencias. Estuvo corriendo durante kilómetros hasta llegar a su barrio y siguió corriendo ladera arriba. Los vecinos que le conocían no podían salir de su asombro: ver a Don Gerardo, el ilustre Señor Profesor Don Gerardo, completamente desnudo, desencajado, con la mirada ida, andando como muñeco autómata, perdido, sin rumbo, estaba fuera del peor de los pronósticos. Los vecinos no se atrevían a ir más allá de la contemplación y del asombro, del disgusto, de la pena de ver a ese hombre tan ejemplar, tan sin pecado, tan guapo, tan buen mozo, a pesar de andar cerca de los cincuenta años, como si no fuera él, como si fuera una deplorable copia suya. Pero alguien tuvo la valentía de ir más allá de la inesperada y negativa sorpresa y dio un paso al frente, Santiago el loco, al que también llamaban el tirilla, por lo extremadamente flaco que era.
“¿Qué te ocurre Gerardo? ¿No me reconoces? Soy yo, el tirilla, el que te cuida la casa cuando te vas a pasar los días a tu casita del campo. La gente está asustada, Gerardo, si lo que tu estás haciendo lo hiciera yo, nadie se llevaría las manos a la cabeza, peores locuras he hecho,  pero tú, el hombre de ciencia, culto, ejemplar, galán a los ojos de todas las mujeres, jóvenes y maduras, que aspiran a ser enamoradas tuyas, a las que tú poco caso pones, siempre enfrascado en tu soledad, que por lo que se ve no te sienta mal; tú no puedes cometer locura tan grande, no se entiende. Mira a esas mujeres que te han visto crecer aquí desde que eras niño, como están llorando; por mí nadie llora, donde más lejos llegan es a decir: ahí está el tirilla con una locura nueva, vestido va con sotana diciendo que ahora él es el nuevo párroco. Vamos para mi casa, te prepararé alguna bebida caliente y pan calentito con mantequilla, pronto llegará la noche, y por lo que se ve creo que es necesario que duermas, que después de un reparador sueño el mundo cambia; seguro que ese sufrimiento que tanto te aflige aparecerá menos intenso cuando haga presencia la mañana”.
Durmió Gerardo Romero de un tirón, lo que nunca, y cuando despertó se encontró a Santiago el loco haciendo guardia, apenas despierto le volvió la pena, el dolor que atraviesa el alma pero que no puede ser localizado en parte alguna del cuerpo, dolor que te raciona el aire, como se racionan los alimentos en época de guerra,  dolor que te empuja al incontenible llanto.
“No quiero seguir viviendo, Santiago, mi niño. Tú dirás que me he vuelto loco, pero yo envidio ahora tu locura, tu sana locura, envidio tu vida despreocupada y materialmente sencilla, envidio esta modesta casa tuya, envidio el que te dé lo mismo lo que los demás piensen de ti. Fíjate tú, cómo andaré yo de hundido, yo profesor de literatura, actor y director de una Escuela de Teatro, que ahora mismo, con los ojos cerrados, me cambiaría por ti; es grande el sufrimiento que me encarcela en la desesperación y en los callejones de la vida sin salida.  Ayer intenté acabar con mi vida, entregándome al gran océano que baña a nuestras islas, en la playa La Laja, la playa de cuando éramos niños, la playa en la que estuve a punto de ahogarme pocos meses después de haber hecho la Primera Comunión. Nunca entendimos qué cosa era esa de la Primera Comunión, pero la hicimos; yo iba vestido de marinero raso y tú de militar de alta graduación, un mes estuvo tu madre repartiendo estampitas por las casas, en algunas hasta repitió, algún dinerillo consiguió, perras, pesetas, duros y medios duros, para seguir siendo pobre igual. Por culpa de no saber nadar no pude ir lejos, Santiago, mi niño, donde la profundidad y el abatimiento no me dejaran escapar, donde el mar bravo o en calma me echara manos al cuello y me librara de este sufrimiento que me llega a los huesos. Deberíamos tener un grande y caudaloso río, y un alto puente desde donde uno tirarse, ahí si que no hay escapatoria, no hay tiempo de amedrentarse, la muerte inmediata, antes de que a uno lo atrape el pánico; pero la realidad es que no sé nadar y que no tenemos río, ni grande ni chico, solo algún barranco cuando llueve mucho. Ahora vengo yo a entender a aquellos que acabaron con su vida, para luego ser juzgados injustamente por los demás, por aquellos que desconocen los dolores del alma, dolores para los cuales no hay calmante alguno”.
“Mira Gerardo, mi locura, mi comportamiento nervioso y desbocado que me caracteriza desde niño, tú bien sabes que no tiene tratamiento alguno, así soy y así moriré. Tengo esta humilde casa, más no necesito, ni más quiero, con la pequeña paga que me da el gobierno y con la comida que mi hermana me trae todos los días bien me las apaño. Pero lo tuyo es diferente, tú necesitas un psiquiatra, o un psicólogo, no sé, yo no entiendo mucho de esas cosas, pero por lo que oigo y por lo que veo en la tele, tú necesitas algún entendido en problemas de la mente, que aunque vengan del corazón siempre terminan yendo a parar a la mente.”
Gerardo Romero, siguió el consejo de su amigo de la infancia, que, como Don Quijote, era capaz de, entre locura y locura, lanzar los pensamientos más atinados. Unos meses de tratamiento y de estancia sana en su casita del campo le devolvieron las ganas de vivir y su semblante de galán de siempre; regresó al barrio, se incorporó a su trabajo como docente y a la actividad teatral, devolviendo la alegría a sus vecinos, y volviendo a ser el ilustre Señor Profesor Don Gerardo Romero, hijo de la difunta Mercedes Milán  la costurera y del difunto Marcelo Romero el comerciante.



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