No llevaba moño, ni peineta, pero casi. No llevaba luto, pero le faltaba poco. Sus canas escasas, estaban a la luz, y rasgaban dulcemente el color intensamente negro de su pelo. El maquillaje estaba la mayoría de las veces ausente, aunque a veces, venía y se daba una tenue vuelta por sus labios. Nada quería saber de lo que fuera emplear tiempo alguno en retocarse. Su imagen era igual a todas horas, así se ahorraba el disgusto de llevarse sorpresas negativas frente al espejo.
Tenía el pensamiento salpicado de ideas antiguas, algunas casi desaparecidas de tan antiguas, impropias de una mujer tan joven. Su vocación era ser madre, ni siquiera esposa, tan solo ser madre, y lo era intensamente. Sus hijas se pegaban continuamente a ellas, como si formaran parte de su sobria vestimenta. “¡Doce hijos me hubiera gustado tener!”, decía siempre, con gran convencimiento. A estas alturas de siglo, que casi está ya por terminarse, es muy raro encontrar una mujer joven con esos gustos; pero bueno, lo raro tiene derecho también a su existencia. Tenía tres hijas, pero tal número le parecía escaso. Por sus actos —que, de cara a la verdad, son siempre los que tienen la última palabra—, parecía importarle mucho más ser madre que ser mujer, porque en ella se desprendía la sensación de que ambos aspectos no fueran del todo compatibles.
Un día, un día cualquiera de un año cualquiera, me asomé a sus ojos, en silencio y a escondidas, con el único propósito de descubrirla en su interior mundo. Su alma era clara y luminosa, de caminos sencillos y sin equívocos, que llevaban siempre a alguna parte, a lugares repletos de espirituales tesoros y de belleza clandestina, belleza y tesoros que son imposible descubrir a simple vista. Encontré a una mujer antigua por voluntad propia, una mujer sinceramente antigua, que es la manera más sincera de ser una mujer moderna.
Ser como quieren los demás que uno sea es muy fácil, no se requiere para ello trabajo alguno, ni valor alguno, ni hay que luchar internamente con la cobardía, que nos empuja constantemente a seguir la senda del rebaño. Obrar como uno piensa y siente, ser persona de firme criterio propio, vivir independientemente de modas y de épocas, ser uno y el mismo en todos los lugares y momentos, aunque uno esté completamente equivocado, exige una personalidad de carácter fuerte y firme, una personalidad capaz de luchar hasta el cansancio para no salirse de la senda de la vida que se tiene por concepto. Es ésta una modernidad que está al alcance de muy pocos, y que aún está por llegar con plenitud a este nuestro mundo.
Y es que las personas, como las cosas, tienen un por dentro y un por fuera, pero es nuestra costumbre, nuestra mala y maldita costumbre, de quedarnos únicamente con lo que las personas son por fuera, y es por ello que erramos una y otra vez en nuestros juicios.
Así que el mundo, nosotros somos el mundo, es mucho más antiguo de lo que aparenta. Tanto maquillaje y perfume caro, tanto deslumbrante escaparate —somos más escaparate que otra cosa— , son una perniciosa muralla que no nos permite ver, ni oler, la cruda esencia de este nuestro mundo.
10.05.1992
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