Por Patricia Suárez
En el frenesí de una mañana cualquiera, sin buscarse, se encontraron dos cuerpos. Pretendiendo negar al sabio que habló de la necesidad del tiempo en el brotar del cariño entre dos personas, nació del roce entre ambos una veloz y cálida chispa. Tanto es así que resolvieron detener el día.
Animosamente comenzaron a fluir las primeras palabras. Palabras que conducían a conocer la piel del otro, lo anecdótico de sus vidas. La chispa brillaba intermitentemente. Obstinada a no desaparecer, decidida a no dar por finalizada su corta existencia, luchaba por mantenerse despierta. El deseo recién instaurado entre los dos cuerpos era el alimento que le permitía continuar con vida, soñaba con ser fuego algún día.
Asomó de pronto en el pensar confuso de uno de los cuerpos una duda. La duda de si el todo de un cuerpo es la piel o la piel es una parte de él. Divisó el sabio la ocasión perfecta para resolver tal contradicción y habló. ‘Pudiera parecer que un cuerpo es solo piel. Del mismo modo que para el que está en la Tierra parece que el Sol al son de ella baila. Pero al igual que estudiosos de la física nos han mostrado como la Tierra es una aspirante más, que incansablemente coquetea danzando alrededor de su Rey Sol con la pretensión de ser algún día su elegida, estudiosos de la filosofía han revelado que bajo la piel de un cuerpo habita un alma. Un alma que da cobijo a las bondades y los demonios propios del ser que ocupa’.
Disipada la duda sucedió que este mismo cuerpo sintió sed del otro, de contemplar su alma, de adentrarse en las profundidades de su ser. Y alejándose de la senda que transita el ser que en el aquí y en el ahora todo lo exige sin él de sí mismo nada antes entregar, decidió desnudar su alma. Tímidamente entonó el alma de este sediento cuerpo su primera melodía. Melodía que dejaba al descubierto sus sombras, sus pasiones más bajas. Tanto de sí reveló en su canto, que no quedó rincón oculto en él; ya no quedaban muros por derribar para acceder a su verdad.
Entretanto el deseo poco afín a las leyes de la lógica y la razón procuraba hacerse un hueco en el otro cuerpo. Y este mismo cuerpo y consigo su alma se dejaron inundar apaciblemente por él. Turbó el deseo su mirada hasta quedar ciegos sus ojos. Ciegos por querer alcanzar el objeto deseado, por cautivar al ser que enfrente de él se encontraba. Con tal fin no escatimó en halagos, ni dudó en realizar promesas. Todo lo que de él mostraba eran virtudes y buenos comportamientos. No había lugar para sus sombras, estas de momento no habían sido invitadas.
Mas a pesar de todo la chispa no lograba ser fuego; ninguno de los dos cuerpos encontraba en el otro la respuesta esperada. El uno rebosante de deseo no lograba deleitar al otro a pesar de las buenas palabras que le dedicaba, y el otro con el alma al desnudo no daba con la manera de acceder a la verdad de aquel que le deseaba.
Y así la chispa llegó a su fin. No hizo falta llamar ni tan siquiera a la lluvia para apagarla. Fue el tiempo el que le ganó la batalla.
El sabio se regodeó en su sillón. Ya lo había dicho en alguna ocasión: el tiempo pone todo en su sitio.
Patricia Suárez forma parte del grupo de estudio El Saber de la Filosofía
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