Por Patricia Suárez Ramírez
La envidia, ese sentimiento al que si le ofreces tiempo y espacio, se apropia de ti y te carcome por dentro. Aún persiste en mi memoria el recuerdo de una mujer de no muy avanzada edad envidiando a una pareja amiga, en su cabeza, de modo ideal. ¿No te das cuenta mujer que aquello que en tu cabeza edificas carece de concreción y reboza de abstracción? Toda pareja paseando de la mano vista por detrás, produce a efectos del espectador una bonita estampa. Acércate con curiosidad a mirar sus expresiones, pon oído a su conversación, introdúcete en su rutina y puede que esa estampa se ennegrezca o por el contrario se torne más colorida.
En otro recóndito hueco de mi memoria no olvido a un hombre ya mayor envidiando los preciados frutos del trabajo de un amigo, en este caso, de similar edad. ¿No te das cuenta hombre que nadie puede obtener aquello por lo que no se ha esforzado? No encontrarás en la faz de la tierra a un niño, poseedor desde la cuna de un especial talento, convertido en gran hombre sin que haya mediado en él un infatigable trabajo y esfuerzo.
¿No te das cuenta hombre, mujer, que solo ocupándote de librar tus propias batallas podrás deshacerte de este amargo y extenuante sentimiento?
Patricia forma parte del grupo de estudio El Saber de la Filosofía
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